A todos os encandila la gran
ciudad. Allí triunfaréis. Seréis gente de provecho, exitosa y bien relacionada.
Dejaréis de ser paletos para disponer de todos los bienes de consumo a vuestro
alcance. Todos aspiráis a tener un hueco en esa gran masa de hormigón. Todos
deseáis ser reconocidos en esa jerarquía social en la que hay que luchar sin
descanso por tener un hueco. Una sociedad donde hay que aparcar algunos ideales
y cambiarlos, como cromos, por principios ajenos.
Todo apuntaba a que aquella
mañana iba a ser como todas.
Saliste por la mañana,
temprano, para ir a trabajar, como cada día. La rutina hace que pierdas la
noción de lo que haces. Apenas te paras a pensar. Y así discurren los primeros
momentos de la jornada. Te sentaste en la cama, calzaste las viejas zapatillas
y con un ojo abierto y otro cerrado, te dirigiste a la cocina. La misma botella
de leche y ese café que apenas despertaba a la mitad de tu cuerpo. La otra
mitad se afanaba entre la ducha y el armario para elegir el mismo traje de todos
los días que te llevaría hasta el ascensor donde coincidirías, una vez más, con
el vecino del quinto. El autobús llegó, como siempre, con un leve retraso, pero
no importaba porque tu rutina juega con un margen de unos siete minutos de
confianza. Los mismos empujones y la barra de todos los días donde agarrarte.
Miraste las caras del resto de pasajeros y todas eran iguales, como cada
mañana: grises, sin gesto reconocible, mirada perdida, cabeza baja. Incluso las
pocas voces que llegabas a escuchar eran, como siempre, las de alguien que
recriminaba irritado a algún pasajero que le había empujado, pisado o incluso
mirado. Sí, aquella mañana parecía ser como todas.
Pero te sobresaltaste. Algo
se salió de lo habitual. Pudiste ver a alguien sonreír. Eso no solo no era
normal sino que sobrepasaba los límites de lo absurdo. ¿Cómo puede alguien
sonreír a esa hora, en un autobús y en la gran ciudad? Pasó el rato, pasaron
las calles y entre aquel bosque de ramas caídas seguía floreciendo aquella
cara.
La sonrisa miró a su
alrededor y vio a personas sin rostro que, a diferencia de ella, habían perdido
la imaginación. Se habían vuelto presos de sus empresas, de sus vecinos, de sus
amistades de conveniencia, de sus partidos políticos, de sus sindicatos, de los
manipuladores publicitarios, de los programas absurdos de la televisión, de sus
auriculares, de su teléfono móvil, de la sociedad de consumo y de todas esas
cosas que nos alienan en la esta sociedad interesada que hemos creado.
Pero esa cara sonriente
pensaba e imaginaba por sí misma, con ilusión e independencia. Y es que, si hay
algo que realmente nos diferencia del resto de los seres vivos es la capacidad
para fantasear, soñar, crear y, sobre todo, creer.
¿Tú crees?